El mundo clásico
Como a tantos de mi generación, la pasión y curiosidad por el mundo clásico la despertó Percy Jackson. Rick Riordan tomó sobre sus hombros la misión de culturizar a toda una generación y hacerlos vibrar por los héroes y los mitos de siempre a través de sus personajes, niños semidioses que vivían en pleno siglo XXI. Con sus aventuras aprendías sobre Cronos, Atlas, Medusa, Tántalo, Ariadna y su hilo, Ícaro y su hijo, Jano, el minotauro del laberinto, Hestia, Calipso y tantos otros personajes que iluminan el imaginario de Occidente desde que el mismo existe. Por medio de su lectura asistíamos a una síntesis lograda de cultura clásica y cultura pop que era atractiva para cualquier niño o adolescente que se acercaba a ella.
Recuerdo que la lectura de Percy Jackson propició conversaciones interesantísimas con mi abuela. Aprovechaba los domingos de comidas familiares para acercarme a ella y preguntarle por esos personajes que aparecían en mis libros. Ella, siempre tan culta, me narraba los mitos originales y me contaba más detalles sobre los mismos. Así, en algún cumpleaños, me regaló dos libros sobre cultura clásica, titulados Cómo vivían los griegos y Cómo vivían los romanos.
Este asombro propio de todo niño tal vez maduró con el estudio de la filosofía y viví en mi propia biografía el gran paso del mito al logos. Pero la verdad es que esa explicación nunca me ha convencido; no creo en eso de que la filosofía reemplazó al mito, sino, simplemente, lo reinterpreta. Por eso, Platón no dejaba de finalizar sus diálogos con algún relato mitológico, apelando a la metáfora allí donde la dialéctica ya no llega. Por eso Luis Alberto de Cuenca habla también en sus poemas de “la gran poesía de Platón” y del “hechizo poético de su prosa”.
Y eso que hacía Riordan con sus novelas, lo hace justamente De Cuenca con sus poemas. Así como el primero, también ha logrado una síntesis de cultura clásica y cultura pop ante la cual uno no puede hacer más que agradecer. Sus versos te muestran cómo el mundo clásico sigue siendo un pozo inabarcable al que hay que acercarse durante toda la vida, a la vez que aporta una pizca de humor, ironía o referencias contemporáneas. En esta línea, Victoria León explica en el epílogo de Los dedos de la Aurora que “no importa que nos situen en el aquí y ahora inmediato de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI, en las calles de Madrid o en la paz hogareña de una butaca de lector en su salón biblioteca. Porque en esos mismos escenarios podemos asistir a la caída de Troya, ver a Ulises despedirse de Calipso o de Nausícaa o incluso oír con toda nitidez el susurro ininterrumpido de una confesión amorosa de Safo. Son los símbolos y mitos que cifran nuestros deseos y temores (...) aquellas experiencias psicológicas comunes que hacen que nos reconozcamos como seres humanos”.