Hace unos días, hablando con H. sobre el examen de Filosofía Política, me preguntó por un hilo conductor del manual, alguna clave que se pueda entrever a lo largo del libro y que recorra todos los autores. Sin duda, le contesté que el problema teológico-político. El primero que lo plantea como cuestión a resolver es San Agustín y, después de él, se ven diferentes posibles respuestas y reflexiones al mismo.
A veces damos por hecho tantas cosas que olvidamos la absoluta novedad que significó la irrupción del cristianismo en la historia. Antes de él, la religión era la de la polis y ya. No había mucho debate. Cada comunidad tenía su religión civil, sus prácticas externas, sus días de fiesta, sus cultos establecidos y sus dioses paganos. Pero, con el mandato de dar al César lo que es del Ceśar y a Dios lo que es de Dios, junto con la teoría de las dos espadas, aparecieron unas tensiones que despertaron reflexiones hasta entonces insospechadas. Aparecieron los dos poderes: el secular y el eterno. El del emperador y el del papa. El orden natural y el orden sobrenatural. Los cristianos de la calle, sometidos a su príncipe y al vicario de Cristo. A una comunidad temporal y limitada, y una eterna y universal.
Y lo que está claro es que la solución moderna de este problema tenía un fin particular: fortalecer el Estado y, por ende, disminuir el poder de la Iglesia. Reunir las dos espadas bajo la figura del príncipe cristiano, convertir a la Iglesia en una mera asociación voluntaria dentro de un Estado, expulsar lo sagrado del espacio público e invitar a su repliegue al ámbito privado e interior. Al final, la neutralización del poder de la Iglesia a costas del crecimiento del Estado. Por algo es que los papas del siglo XIX consideraban al liberalismo la última herejía. Ahora estamos acostumbrados a él, pero al final hemos terminado viviendo en una amalgama un poco extraña. Una especie de teocracia democrática de Spinoza, un mercado de iglesias lockeano y un Estado hobbesiano en toda regla. El individualismo burocrático reina por todos lados, el bien común ha desaparecido y el poder del Estado nunca ha sido mayor.
No se como irá el examen de hoy (S., tranquila, te irá muy bien), pero sí podemos decir que algo hemos aprendido sobre filosofía política, excepto Hegel, cuya dialéctica devino incomprensible una vez más. Por lo menos, tenemos conceptos más adecuados para comprender la realidad. Y, aunque tal vez no gobernemos nunca, porque la idea del gobernante filósofo solo es objeto de burlas, igual si podemos ayudar a iluminar esa realidad tan compleja, tan cambiante y tan nuestra en la que habitamos, esos “pocos metros a la redonda” de cada uno.
Vivimos en una teocracia con un nuevo dios…